Érase un árbol encerrado en una cuartelillo de policía que esconde el secreto de su edad. Así podría empezar la historia sobre el metrosidero de Monte Alto, que en la sede de la policía municipal acapara miradas y espacio, reivindicando su importancia para la ciudad e incluso para la historia. En las últimas dos décadas su existencia tranquila es objeto de elucubraciones acerca de si podría ser la pieza del rompecabezas que confirme la hipótesis de la presencia gallega en Nueva Zelanda antes que James Cook anunciase al mundo la conquista de nuevo territorio para Gran Bretaña.
Es el árbol más grande de A Coruña y va ya camino de ocupar más a lo ancho que a lo alto, con un diámetro de tronco que supera los ocho metros. Pertenece a la especie endémica neozelandesa metrosideros excelsa y forma parte del catálogo de árbores senlleiras de la Xunta de Galicia. Esa protección especial lo convierte en un intocable y permite que algunas de sus ramas descansen sobre el tejadillo de las dependencias policiales.
Como símbolo de la “globalización” en A Coruña, Paco Vázquez decidió plantar algunos ejemplares más en 1999. El metrosidero se convertía entonces en “orgullo y símbolo de la ciudad” y servía para escenificar el cambio de siglo con la misma verticalidad que el Millenium pero con la épica que le daba el hecho de tener un origen tan exótico y que su llegada tuviese una fecha incierta. Luego se optó por plantar más ejemplares en el Paseo Marítimo y en la avenida que lleva su nombre, en un lateral del cuartel de Atocha. El metrosidero se convertía para A Coruña lo mismo que el madroño para Madrid, según Vázquez.
En este contexto, la visita del botánico neozelandés Warwick Harris en agosto de 2001 generó muchísima expectación. En el ayuntamiento pensaron que el investigador traería una respuesta y las imprentas se podrían poner en marcha para escribir la nueva historia de Nueva Zelanda.
Harris, que venía simplemente a visitar a un amigo durante sus vacaciones, terminó dando una conferencia sobre plantas nativas y paisajes neozelandeses que se llenó hasta la bandera. Exigió un bis y también se abarrotó. El botánico, acostumbrado a las caras adormiladas de sus alumnos, no se había visto en otra parecida ni ante público tan entusiasta por conocer la flora endémica del otro lado del planeta.
Después le llevaron a conocer el árbol. Allí, ante el colosal metrosidero de la comisaría de Monte Alto, le recibió María Cebreiro, responsable por aquel entonces del área de parques y jardines, y le expusieron las teorías entorno al ejemplar: se creía que el árbol, por su tamaño, podría tener 400 años o 500 y querían salir de dudas. Una de las hipótesis más realistas se remontaba a finales del siglo XVIII, cuando existió en ese mismo solar una fábrica de jabón: una semilla del árbol pudo llegar en alguno de los barcos holandeses y británicos que descargaban los aceites vegetales para su fabricación traídos desde el hemisferio sur.
La primera reacción del botánico neozelandés fue la de querer pegarse al pie de la letra al libro de historia que le enseñaron en el colegio, y sentenció: “no creo que tenga más de 200 años”. Aunque a falta de pruebas algo de duda siempre queda, y el propio Harris se quedó dándole vueltas a la no tan descabellada idea de que navegantes españoles hubieran podido tropezar con Nueva Zelanda en sus idas y venidas entre Sudamérica y Filipinas.
De hecho, al regreso de su viaje se acordó de la campana de bronce que un misionero encontró a finales del XIX que se cree que data de 1450, y del diario de Cook durante su tercera travesía, en el que registra la historia del joven indígena Te Weherua, quien le contó que ya había visto llegar un barco como el suyo a esas mismas tierras tiempo atrás.
Y a partir de ahí empezaron a correr ríos de tinta. El tema captó también la atención de medios neozelandeses y se rescató el libro “La carabela perdida” de Robert Langdon (no, no es el personaje del Código Da Vinci sino uno que existió en realidad), un investigador que dedicó su vida a rescatar vestigios que permitiesen escribir la historia de Tahití. Langdon desarrolló una teoría sobre unos cañones encontrados en el atolón la isla de Amanu (Polinesia francesa) en 1929 indicando que pertenecieron al San Lesmes, una de las naves que conformaron la expedición Loaísa en la que murió Elcano.
Su hipótesis era que la tripulación se deshizo de esos cañones para reflotar tras encallar contra la barrera de coral, y puso rumbo hacia la isla de Tahití. Allí se quedaron algunos de los marineros, mientras que otros se aventuraron nuevamente a navegar, quizás buscando poder regresar finalmente a casa. Y descubrieron Nueva Zelanda.
Un árbol bajo investigación
Tras la lectura de ese libro, el director de cine neozelandés Winston Cowi llegó a A Coruña años después para volver a agitar las preguntas sobre la edad del árbol de la calle Miguel Servet, en lo que podía dar un giro a la investigación que estaba llevando a cabo. Se topó con que el árbol forma parte del catálogo protegido de la Xunta y que la prueba necesaria para ponerle fecha de nacimiento podía poner en peligro su integridad. Lo único que pudo hacer fue colgarle un amuleto protector tallado en jaspe por Kerry Strongman, artesano y artista de ascendencia maorí.
En 2015 Winston Cowi publicó su libro “Nueva Zelanda: un puzzle histórico” en el que no pudo contar con la edad del metrosidero de A Coruña pero que sí registró numerosas entrevistas con los mayores de la península de Pouto. En ellas se incluían relatos de naufragios, matrimonios mixtos entre marineros naufragados y maoríes locales, cascos de soldados y otros artefactos encontrados y enterrados de nuevo, y los textos de los diarios de los primeros colonos que describían a los maoríes locales como pelirrojos.
La hipótesis que tiene encaje en la historia oficial es que las semillas del metrosidero llegasen durante las guerras napoleónicas, o entre la carga de los barcos que proveían de insumos a la fábrica de jabón. Pero mientras la edad del árbol no se pueda confirmar mediante algún método no invasivo, seguirá existiendo el espacio para la leyenda y se dará pie a pensar, por ejemplo, que los gallegos guardaron en secreto su hazaña o, mejor todavía, que “las raíces de este árbol llegan a las antípodas”.
Sin ir más lejos, si sus raíces atravesasen el globo terráqueo, aparecerían en Christchurch, una ciudad costera de la isla sur de Nueva Zelanda, justo bajo nuestros pies. Y quizás la única certeza que nos deja el imponente árbol es que está feliz con la acogida en esta tierra que le recuerda a la suya natal, en la que se le rinden honores, recibe visita de sus paisanos de cuando en vez y permanece bien custodiado mientras sus raíces aéreas son agitadas por los vientos salinos y sus ramas tienen vistas al mar tras San Amaro.