A comienzos del nuevo siglo, no había mesa en Galicia que no quisiera contar con la presencia de Antonio Fontenla, un empresario del ladrillo que pronto descubrió el valor de las minicentrales hidroeléctricas y otros negocios igual de lucrativos.
Contaba con el paraguas de la Xunta tras haber asumido el embolado de la Confederación de Empresarios de Galicia (CEG) hundida en la miseria por la pésima gestión de Antonio Ramilo, que dejó un agujero de cientos de millones de las antiguas pesetas aún no aclarado. Y en A Coruña era un habitual de las reuniones del llamado club de los cinco, formado por el entonces director de Caixa Galicia, José Luis Méndez López, el alcalde, Paco Vázquez, el rector, José Luis Meilán Gil, y el editor de La Voz de Galicia, Santiago Rey. Les llamaban los del taxi y se les atribuían todo tipo de operaciones dentro y fuera de la ciudad para afianzar sus negocios.
Antonio Fontenla se acostumbró a vivir en el coche alquilado al servicio de la Confederación y la AP-9 se convirtió en su segundo hogar. No había sarao al que faltara para hacerse ver, neutralizar a sus enemigos y ensanchar su agenda de contactos.
Pero nunca fue visto por sus competidores como un verdadero empresario. De él se admiraba su agenda, pero paulatinamente fueron desapareciendo sus socios y amigos. Primero, Paco Vázquez, que se fue a Roma y acabó por desaparecer de la política. Luego, Méndez López, que dejó esquelética Caixa Galicia con su apuesta por el ladrillo valenciano y se fue a tiempo de evitar consecuencias penales. Incluso tuvo que afrontar un duro pleito familiar por la propiedad de su empresa, que acabó con un enfrentamiento personal nunca superado.
Fontenla intentó redimirse con los sucesores de todos ellos, pero nunca encontró su sitio. Algunas operaciones inmobiliarias, como el desarrollo de Someso, en la entrada de A Coruña, le enfrentaron primero al Partido Popular y luego a la Marea Atlántica. Xulio Ferreiro llegó a poner al antiguo constructor como ejemplo de colaboracionista con su partido, pero acabó por denunciarlo por supuestas irregularidades, si bien es cierto que, como casi siempre, con nulo éxito.
En la patronal empresarial, el pulso Coruña-Vigo siempre estuvo latente. Consciente de que no podía mantenerse en el cargo de forma vitalicia, en el año 2015 empezó a maniobrar para controlar la CEG a través de terceros. Primero eligió al ourensano Antonio Dieter Moure, que asumió la presidencia a comienzos del 2016 y dimitió a los diez meses. Después, Fontenla recurrió a uno de sus incondicionales, Antón Arias, miembro del núcleo duro del constructor coruñés que acabó tirando la toalla en el 2018, tras quince meses en el cargo repletos de zancadillas e intentos de tutelaje por parte de quien consideraba un amigo.
En los últimos dos años, Antonio Fontenla logró mantener un interinaje que le beneficiaba por su condición de presidente más antiguo, pero que, tras un pequeño esperpento, ha dado paso a una nueva directiva liderada por Juan Vieites, otro empresario con méritos discutibles que ha sabido ganarse el favor de Lugo y el apoyo del sur frente al enemigo común.
Antonio Fontenla queda ahora limitado a la influencia que pueda desplegar desde una Confederación de Empresarios de A Coruña sin peso alguno entre el tejido productivo coruñés, con una ejecutiva formada por incondicionales, la práctica totalidad de ellos jubilados o sin empresa, e incluso alguno envuelto en alguna turbia investigación judicial.
La principal patronal gallega ya no es interlocutor de nada ni de nadie, pero Fontenla se niega a ceder la silla. La culpa será suya, pero también de la cohorte de aduladores que saben que su futuro no existe sin el paraguas del otrora poderoso empresario.