Quizás sea demasiado simplista, pero a veces conviene reducir al mínimo ciertas cuestiones para tratar de digerirlas mejor: al Deportivo se le esfumó el ascenso al no achicar dos balones que le colgaron al área, rémora que arrastró durante buena parte de la temporada. Ya si ponemos más cerca la lupa podemos concluir que tampoco ayudó la candidez del equipo, que estuvo en dos ocasiones a siete minutos de la meta y ni a la segunda entendió cómo gestionar esa situación. Se lo había enseñado el Nástic en el duelo de la semana anterior contra el Racing y es un clásico que se repite en las fases de ascenso. Hay escenarios en los que los partidos se deben acabar y más en la situación que estaba el equipo. Con el marcador a favor y los tres pitidos en el horizonte no se juega más. Nada de eso hizo el Deportivo en Riazor el malhadado sábado 11 de junio de 2022, otra fecha a anotar en el largo currículum de desgracias futbolísticas de un club sufridor como pocos.
Ese tormento es también una valiosa seña de identidad. Crecí viendo como el Deportivo jamás alcanzaba sus objetivos, siempre acariciados sin que la fortuna o la capacidad le diese para hacerlos suyos. Entré en Riazor cuando empezaba la EGB y cuando vi mi primer partido de Primera División en el estadio ya había terminado en la universidad. Ahora que escucho o leo a gente hablar del sentimiento que pueden albergar niños y jóvenes sobre el equipo creo que puedo entenderlo. Porque lo he vivido y fue así como se forjó mi deportivismo, cuando era el único de mi clase que iba al estadio todos los domingos. El fútbol en los ochenta, en A Coruña, no era precisamente un entretenimiento juvenil.
Con todo, detecto un curioso fariseismo en algunos de los que apuntan esa compasión con los niños que no pueden ver ganar al equipo. Hubiera estado bien haber pensado en ellos cuando nos corrimos la juerga y jamás pensamos en que los recursos no eran ilimitados y las burbujas explotan. No siempre tuvimos esa perspectiva porque en la victoria es complicado pensar mucho más allá. Me temo que muchos siguen sin tenerla y, lo que es peor, algunos que nunca la tuvieron quieren ahora darnos lecciones de sostenibilidad. Lo disfrutamos, sí. Y nos sentimos orgullosos de ello porque paseamos nuestras victorias con orgullo, logradas en gran medida a la audacia del señor Lendoiro en un tiempo muy diferente al actual. Pero el deportivista que cumple ahora 18 años es seguidor de un club que en todo ese tiempo se ha manejado en unos números rojos superiores a los que han tumbado a decenas de clubs. Igual cuando estaban en la cuna era el momento de pensar en ellos.
Me envía un amigo, siempre con el colmillo afilado, la captura del tuit de un tipo que le lanza un reproche a un periodista. “No te veía tan enfadado cuando las temporadas de los 35 puntos en Primera”. Miopía aparte, resulta complicado compendiar en tan poco espacio la sinrazón que durante años hubo que padecer por parte de quienes no le daban valor a lo que era una heroicidad, la permanencia en la máxima categoría de un club lastrado por los pagos que debía asumir. Entender cómo, con quién y bajo que pautas se lograron esas permanencias eleva aquel sortilegio a la categoría de milagro. No se valoró porque a unos cuantos no les interesaba hacerlo. Pero ahora aquellos que querían quemar el fuerte por permanecer sin brillo entre los grandes nos dicen que no nos podemos enfadar si el equipo se queda, dos categorías más abajo, sin ascenso. De todo se aprende. Cuando el Deportivo regrese a Primera División, que lo hará si evita los volantazos y avanza en el rigor, y selle apuradas permanencias no habrá dudas sobre su valor.
Yo, desde luego, estoy enfadado. Aunque en ese juego de las comparaciones que ahora se hace para discernir que fiasco dolió más creo que me quedo con el de Mallorca, al que sitúo en el podio de mis desilusiones blanquiazules junto al penalti de Djukic y la derrota contra el Rayo en Riazor que marcó mi adolescencia deportivista. El sábado, al contrario que en esas tres ocasiones, no me salieron las lágrimas. Intento entender el motivo y creo haber encontrado la explicación en que tengo la percepción (primer conocimiento de una cosa por medio de las impresiones que comunican los sentidos, dice el diccionario) de que, más allá de la dictadura de la pelota, algunas cosas se hacen bien, las suficientes para generarme una confianza que se sustenta además en el potencial del club en la categoría que juega. Creo firmemente que si el Deportivo no se aleja del camino de este año el ascenso estará más cerca que si se aplica a escribir una nueva página en blanco.
En ese punto reivindico el valor de la continuidad, una virtud que en el deporte suele dar resultados y que en el fútbol cuando deja de practicarse es sinónimo de problemas, singularmente en A Coruña. Tengo varios amigos a los que valoro por su capacidad para ver y entender lo que ocurre en el club que creen que el entrenador debe salir. Entiendo y hasta puedo compartir algunos de los defectos o malas decisiones que se le achacan. Sin estar en el día a día de Abegondo admito que la gestión de los cambios o de la profundidad de su plantilla pudo ser diferente y el juego del equipo no me acabó de convencer en muchos partidos, sobre todo en Riazor, donde creo que debió ofrecer más ante equipos muy limitados. Pero pondero el trabajo realizado, la construcción de un equipo heredado de una ruina, la capacidad para tomar un rumbo y sostenerlo. ¿Tiene que irse Borja Jiménez? Si alguien quiere que conteste afirmativamente a esa pregunta deberá de darme nombre y apellidos del sucesor y plan a seguir. Y, sobre todo, convencerme de que volver a empezar es lo mejor para el Deportivo, desde la sospecha además de que en noviembre quizás estén pidiendo que pase el siguiente. Lo tienen complicado conmigo.
Quiero que Borja Jiménez siga en el equipo. No tanto porque crea en él como porque creo en lo que debe aportar en un segundo año que además tiene firmado. Porque la derrota forma siempre parte del camino antes de llegar a la victoria. Y ya ocurrió así en el Deportivo. Me gustaría que siguiesen varios de los futbolistas de la plantilla y creo que el club debe valorar el esfuerzo de convencerles. Querría a Lapeña, Juergen, Quiles, William y al antes denostado y ahora elevado a los altares Mario Soriano, un buen ejemplo de lo volubles que son las valoraciones cuando la pelota está por medio. Me gustaría disfrutar de Trilli o de un recuperado Víctor García. O de los dos. Y no tengo la impresión de que los jóvenes con talento tengan cerradas las puertas del primer equipo. Hay espacio, tiempo y potencial para restañar errores, para que los encargados de confeccionar la plantilla mejoren su trabajo del pasado verano y crezcan con el equipo. Y me gustaría ver bien lejos del Deportivo a “los hombres de fútbol”, a esa gente que ya nació aprendida y que estuvo a siete minutos de no abrir esa boca que llevaba un tiempo cerrada. “No soporto a los ganadores natos”, decía Arsenio.