Hubo quien apuntó que el 6 de marzo debería de santificarse como festivo eterno en A Coruña. En todo caso varias generaciones tardarán en olvidar lo que sucedió en esa fecha. Hace ya 19 años que el Deportivo ganó la Copa del Rey más recordada, la de la final el día que se cumplían 100 años de su registro como un club de fútbol. Justo un siglo después de aquel acto certificado por un madrileño, Julián Palacios, y dos catalanes, los hermanos Juan y Carlos Padrós, el Real Madrid era un gigante. Así que con todos los focos apuntando en una única dirección ganó el Deportivo. La dimensión del triunfo es tal que desde entonces nadie en el Real Madrid recuerda que el 6 de marzo el club cumple años. Sólo hay miradas hacia el calendario para recordar que esa fecha fue la de un fiasco histórico, la del Centenariazo del Deportivo.
Fue la segunda final para el Deportivo, incentivado por el escaso bagaje del club en ese tipo de partidos. Pero para el Madrid el aliciente no era menor. La Copa se marcó desde el inicio de la temporada como un objetivo no sólo por lo que suponía ejercer como anfitrión en un día tan señalado sino porque hacía nueve años que el equipo no la ganaba. Hasta hoy sólo ha podido ganarla dos veces y las celebró entre fanfarrias. En 2002 aquella final era, más que nunca, el partido del siglo, la culminación de un tinglado que duraba meses y para el que se creó un patronato presidido por el Rey Juan Carlos y en el que lucía orgulloso el presidente del Gobierno, José María Aznar, que se jactaba de ser merengue de cuna. “Desde pequeño quería ser Di Stéfano”, presumía.
El partido enfrentaba por la Copa a los dos últimos campeones de Liga, pero pocos en Madrid concebían que el trofeo no se quedase allí. “¿Nos vemos después del partido?”, le preguntó Djalminha a Flavio Conceiçao, que había sido compañero suyo en el Palmeiras y en A Coruña. “Lo voy a tener difícil. Tengo que ir a la fiesta del club”, le contestó el futbolista que el Deportivo había traspasado por 4.000 millones de pesetas poco después de ganar la Liga. “¿La fiesta? Hombre habrá que jugar primero”, replicó Fran, buen amigo de los dos brasileños y buen dominador de la retranca.
Fran era el capitán del equipo. Recorrió toda la travesía con el Deportivo desde Segunda División hasta el ocaso en la Liga de Campeones, pero siempre recuerda que aquel equipo, justo en aquel momento fue el más poderoso en el que jugó. Javier Irureta, el técnico, disponía de alternativas en todas las posiciones. El entrenamiento previo al desplazamiento a Madrid así lo mostró. Fue a puerta cerrada en Riazor, pero entonces había rendijas por las que observar. A Jabo le gustaba la idea del trivote. La había estrenado la campaña que ganó la Liga en un memorable partido en San Mamés y recurría a esa treta de poblar el centro del campo en momentos señalados en los que precisaba cerrarse ante las acometidas del rival. Así que Duscher emergía como alternativa para acompañar a Sergio y Mauro Silva en el centro del campo. Makaay había salido del once ante la eclosión de Diego Tristán, máximo goleador en la Liga, pero a Irureta le gustaba acomodarlo en la banda derecha en perjuicio de Víctor.
Pero Jabo era un clásico. Y puestos a formar un once tenía un referencia muy clara. Una semana antes el equipo había arrasado a la Juventus en Riazor con un torrente futbolístico que estuvo muy por encima del 2-0 final. Aquel iba a ser el once de la final, con César en la zaga junto a Naybet porque Donato hacía un mes que se había lesionado y ya había dado por concluida la temporada. No parece descabellado afirmar que con ese once (Molina; Scaloni, César, Naybet, Romero; Mauro Silva, Sergio; Víctor, Valerón, Fran; y Diego Tristán) más las agregaciones de Duscher, Makaay, Djalminha, Héctor, Capdevila o Pandiani, el Deportivo llegó justo en aquella primavera a su culmen futbolístico con Irureta.
Era un equipo con carácter, tanto como para amagar un plante el mismo día de la final. Una discusión por el número de entradas para las familias de los futbolistas armó un revuelo en el cuartel general blanquiazul del Hotel Abascal. “Si no pueden entrar no jugamos”, dijeron los pesos pesados del equipo. Complicado de imaginal. Al final aparecieron las entradas, no en la mejor ubicación, pero aparecieron.
“Se hubieran llenado tres Bernabéus”, explicaron desde la Federación Española de Fútbol. En año de Eurocopa, el partido se jugaba entre semana porque además había que cuadrarlo el día de marras para darle el caramelo al Real Madrid. Pero la migración fue espectacular. El Deportivo gestionó 25.000 entradas y decidió venderlas a sus socios en la sede de la Marina, con una particularidad: cada carnet de abonado daba derecho a adquirir cuatro entradas. Las colas fueron siderales. En teoría todo el billetaje podría agotarse con los primeros 6.250 socios que acudiesen a las oficinas. O con menos porque algunos acudieron con varios carnets en la mano. El sistema propició que floreciese la reventa, pero en cualquier caso el deportivismo tomó el fondo norte del Bernabéu. “Tíos, ahí fuera está toda Coruña”, le gritó Djalminha a sus compañeros en el vestuario. El brasileño, suplente, había asomado por el tunel de vestuarios hacia la cancha poco antes de que el equipo saltase a calentar. Una cosa había quedado clara antes de que la pelota rodase: para la gente del Deportivo aquello era una final, para la del Real Madrid, en un laborable y en horario nocturno la previa del partido era una más.
Sergio ya había ganado una final. Fue en el año 2000, una semana más de que el Espanyol oficiase de testigo en la fiesta del Deportivo por la Liga. “Íbamos para el estadio y los aficionados nos daban golpes en el autocar, unos nos increpaban, otros nos pedían por favor que nos dejásemos ganar. No se veía más que riadas de personas por todo el paseo marítimo. Nosotros, en realidad, pensábamos más en la final de Copa que en aquel partido”. El Espanyol no ganaba un título desde 1940, pero en Mestalla, el 27 de mayo de 2000 alzó su tercera Copa. Superó al descendido Atlético de Madrid con goles de Tamudo y Sergio. La cotización de aquel canterano perico se disparó. Un año después lo fichó el Deportivo por 2.800 millones de pesetas y un contrato de ocho temporadas. Todavía es el fichaje más caro de la historia del club.
Sergio era un motorcito en el centro del campo con capacidad para llegar al área. Con Mauro Silva además sabía que tenía esa libertad. Así le marcó al Madrid aquella noche inolvidable. Combinó con Tristán, regateó a Hierro y entró en el corazón del área para tocar con la puntera ante la salida de César. Ocurrió, claro, ante el fondo norte del estadio. Alzó la camiseta blanquiazul, que estrenaba un diseño especial para la ocasión, y dejó entrever un mensaje: “Qué pasa con el tema 2”. Y llevaba escritos los nombres de sus padres y sus hermanos. Era un mensaje para ellos y una dedicatoria. La primera versión de esa camiseta interior la había mostrado dos años atrás en la otra final que había jugado. Sergio solía aparecer en los partidos importantes. Pero finales… No volvió a disputar otra.
Valerón había jugado tres. Las había perdido todas. Tenía dudas antes del partido. “Si caí en las otras tres, ¿voy a ganar la cuarta que es en el Bernabéu y contra el Real Madrid? Si hubiese mirado los libros de historia aún hubiese dudado más. El Deportivo sólo había ganado en dos ocasiones al Real Madrid en el Bernabéu, una fue en la final de la Supercopa de 1995 que se disputaba a doble partido; la otra se remontaba a 1955, con dos goles de Pahiño y un coruñés, Rodrigo García Vizoso, en el banquillo. Muchos piensan que Valerón es un tipo que se da poco valor. “Es tan bueno como Zidane, lo que pasa es que se vende menos”, explicaba entonces Diego Tristán, su mejor socio en el campo, también uno de sus compañeros más cercanos fuera de él. Para entender el nivel al que jugaba el Flaco entonces basta con entender que tenía a Djalminha en el banquillo. En el Bernabéu ganó la final que tanto ansiaba, pese a que dejó el partido con un cierto disgusto cuando Irureta le sustituyó a media hora del final. En su lugar no salió Djalminha. Entró Duscher. El trivote.
Aquel cambio llegó cuando el Madrid ya había descontado el segundo gol del Deportivo, obra de Diego Tristán. Marcó Raúl, que fue el principal dolor de cabeza para el Deportivo, también el que activo el clic para que todo aquel deportivista que no se hubiese metido en la final se acabase de meter en ella. Fue al poco de empezar cuando tuvo un encontronazo con Mauro Silva y se encaró ante el mediocentro que ya era bandera del Deportivo. El meta Molina vio la acción a cuarenta metros y salió disparado desde la portería para increpar al delantero madridista. La gresca acabó de activar al Deportivo. “¡Cómo no voy a recordar esa acción!”, exclama Mauro todavía años después. “Que una persona como Jose, siempre tan respetuoso y correcto, reaccionase como lo hizo sirvió para que todo el mundo se diese cuenta de que íbamos en serio en aquel partido”.
“¿Centenario?… Y a por todas”. Los más clásicos hacían bromas con el mítico anuncio de Terry, que todavía entonces se declamaba en las emisoras de radio. Molina quiso reivindicar tras el partido la figura de Valerón, con el que ya había jugado una nefasta campaña en el Atlético en la que ambos se fueron al descenso… y al Deportivo. “Hoy se ha visto lo que vale. Es un futbolista al que no se le valora por su carácter campechano y porque lo único que le importa es jugar al fútbol”.
La alineación de Molina en la final había generado una cierta polémica. Nuno Espirito Santo había sido el portero del equipo en toda la trayectoria copera, tampoco especialmente brillante. El equipo se estrenó con una eliminatoria a partido único en Luanco, contra el Marino, al que superó 1-4 tras adelantarse el equipo local en el marcador. Nuno incluso cedió su puesto en los minutos finales a Dani Mallo, tercer portero del plantel. Ya en los dieciseisavos de final acudió a León para enfrentarse a la Cultural, en otro partido en el que se adelantó el rival. En esta ocasión además a veinte minutos del final. Pero Tristán salió del banquillo y rescató al equipo con dos goles. En octavos de final el sorteo fue amable y deparó un duelo frente al Hospitalet, ya a ida y vuelta. Pero no se jugó ni el primer partido. El Deportivo invocó su derecho, entonces fijado por el reglamento de la competición, y se negó a jugar en el terreno habitual del equipo local porque era de césped artificial. El Hospitalet, que había superado en eliminatorias anteriores a la Real Sociedad sobre ese tepe no aceptó la decisión federativa de jugar en el Miniestadi del Barcelona. Y no se presentó a jugar el partido de ida. La Federación le excluyó de la competición, le impuso una multa económica y declaró clasificado al Deportivo. Ya en cuartos de final, el Deportivo superó al Valladolid en una eliminatoria agónica en la que el equipo castellano igualó los dos goles de renta coruñesa logrados en la ida en Riazor y abocaron la decisión a una prórroga que se decidió gracias a un penalti lanzado por Diego Tristán.
Antes de aquel partido en Valladolid, Irureta se reunió con Nuno. “Vas a ser el portero en esta competición y jugarás la final porque llegaremos a ella”, le dijo. Así que Nuno se puso bajo palos también para disputar la semifinal contra el Figueres, que estaba en Segunda División y al que se superó sin mayor gloria. Listo para ponerse bajo palos el 6 de marzo en el Bernabéu, Nuno recibió el día anterior la noticia de que iba a jugar Molina. En 1996 había fichado por el Deportivo en la primera operación de Jorge Mendes como agente, un episodio en el que convenció a Lendoiro de fichar al portero del Vitoria de Guimaraes para un plantel en el que ya figuraban Songo’o, Kouba y Canales. Poco después de aquella íntima decepción de no jugar la final se fue al Oporto.
Aún así, Nuno fue uno más en la fiesta de celebración del título. La expedición deportivista aprovechó la reserva que había efectuado el Real Madrid en uno de sus santuarios gastrónomicos, el Asador Donostiarra, cuya gerencia estuvo viva para añadir unos globos azules a todos los blancos con los que había decorado el local. Augusto César Lendoiro se dirigió a la plantilla: “Cuando vosotros queréis, todo es posible”. Tras el ágape todos se marcharon a la discoteca del hotel Eurobuilding. A las siete de la mañana saltó Lendoiro a la pista. La música había acabado, pero quedaba por cantar el Vivier na Coruña y el Cumpleaños feliz. A las diez de la mañana había que estar en Barajas.
Una semana después del Centenariazo, el Deportivo firmó su obra cumbre futbolística en Highbury frente al Arsenal, un 0-2 en la Liga de Campeones con memorable exhibición del mismo once que había derrotado a Juventus y Real Madrid. El fútbol mundial estaba entregado a aquel equipo, que el 16 de marzo se presentó en El Sadar para jugar contra Osasuna. Tres goles de Tristán derrotaron al rival, entrenado por Miguel Ángel Lotina. Pero lo más excepcional se produjo antes del partido. Cuando el Deportivo salió a calentar, el público presente en el estadio ovacionó a los jugadores blanquiazules. Regresaron al vestuario y saltaron al campo. Entonces los equipos salían al césped por separado. Osasuna fue recibido con aplausos, al Deportivo le saludó una ovación, vítores y de nuevo el Cumpleaños feliz, entonado ahora por la afición navarra. Pamplona nunca fue un feudo que simpatizase con el Real Madrid, pero aquel recibimiento se repitió en otras latitudes. Algo se rompió en esa época en la percepción que tenía la gente del Real Madrid, que empezó a contemplarse como un club soberbio. Aquel fue el Centenariazo del Deportivo, pero también el de muchos otros equipos y aficionados.