Durante casi veinte años la playa de Riazor tuvo una piscina, un espacio protegido por un dique y en el que se aprovechaban las rocas para delimitar una zona en la que tomar un baño con tranquilidad, lejos de los vaivenes del oleaje. Sucedió hasta que en abril de 1989 se anunció la llegada de un “supermartillo hidráulico” y el dique quedó hecho trizas para que el arenal recuperase su morfología.
Aquella idea de acotar un espacio marítimo ante la zona de los arcados brotó a finales de los sesenta, un tiempo en el que la ensenada del Orzán y Riazor era todavía más agreste que hoy. Se urbanizaba además la zona lindante con el colegio de las Esclavas y la Jefatura de Costas y Puertos de Galicia promovió en la primavera de 1970 la iniciativa de construir un pequeño dique que ayudase a conformar lo que se denominó como bañera o piscina natural justo en el sector más resguardado de la playa de Riazor.
La piscina se abastecía con el agua del mar gracias a unas compuertas, bastantes veces también eran las propias olas las que repicaban sobre el dique. Pronto, con los aportes del arenal, se diferenció aquella zona por un color que le daba un aspecto casi tropical. Unas gradas y las rocas ejercían a modo de solana y pronto aquel sitio para el relajo se hizo popular entre los bañistas y, por supuesto, las familias con niños.
Pero a finales de los ochenta comenzaban a plasmarse las ilusiones por construir un paseo marítimo que circundase la ciudad. La primera fase prevista era la del Orzán y Riazor y fue entonces cuando los responsables de Costas decidieron suprimir el dique, por más que poco antes se hubiera hecho una inversión para reafirmarlo y adecentarlo. “La función para la que se construyó, que era la de constituir una zona resguardada para el baño, ya no se cumple y apenas se renueva el agua sino que es una trampa de arena”, explicaron los expertos. “El derribo garantizará un mayor equilibro en el transporte estacional de la arena y lograremos una playa mejor conformada”, matizaron.
El dique cayó en tiempos en los que cayeron muros que parecían indestructibles. Y se invirtieron (pagó el estado) 625 millones de pesetas en ganarle espacio al mar y rellenar los arenales de toda la ensenada con una mezcla de caolín y wolframio que entonces se explicó que no iba a producir alteraciones ecológicas en el litoral ni molestias en la piel de los bañistas.