El 5 de julio pasado se suspendieron los conciertos programados en el Abanca Riazor Live, un evento presentado días atrás a bombo y platillo por la alcaldesa Inés Rey en el mismísimo Palacio de María Pita. El motivo que se esgrimió para el aplazamiento fue el del “aumento de los casos de coronavirus”. Todo se celebraría, según se informó, cuando se pudiese garantizar la seguridad de todos los asistentes.
Los conciertos, que iban a suponer el regreso de la música en directo a un templo futbolístico como el estadio de Riazor, estaban previstos entre el 18 y el 5 de agosto. Justo en el cambio de hoja del calendario empezaron las citas musicales, pero en María Pita. El cartel de las fiestas estivales acogió, por ejemplo, el pasado día 2 al incombustible Miguel Ríos. Fue entonces cuando se apreció que aquello iba a tener un aroma caótico.
Asistir a un evento en los asientos acotados en María Pita requiere hacer un registro previo en la web municipal y descargar una entrada que da derecho a silla, pero no a baile. La gente ha descubierto que igual se está mejor fuera del recinto acotado. Y entre eso, que a veces se llena el aforo o que hay quien hace la reserva gratuita y luego no la utiliza, se produce la paradoja de que el público se arremolina en los márgenes de la plaza, por ejemplo en la escalinata de San Jorge, sin distancia de seguridad, en muchos casos ausencia de mascarillas y con libertad de movimiento.
La nueva normalidad alberga numerosas paradojas. Se aprende sobre la marcha, pero no son pocos los asistentes a los eventos en María Pita que demandan más flexibilidad por parte del ayuntamiento para adaptarse a lo que allí sucede. Y, en efecto, el coronavirus era una excusa para envolver la chapuza y el fracaso del nonato Abanca Riazor Live.