Hace un año anunció que su vida estaba en Galicia. Hoy está en Perú. La vida, y más la política, tiene extraños recovecos. Pero también hay caminos para llegar a entenderlos: Antón Gómez-Reino, el amigo de todos, de Xulio Ferreiro, de Pablo Iglesias o de Ione Belarra, se presentó como candidato a presidente de la Xunta en julio de 2020. Encabezaba la lista de Podemos-Esquerda Unida-A Nova, que pese a agrupar tres fuerzas políticas suscitó el apoyo del 3,94% del electorado gallego. «Mi tiempo en Madrid ha terminado», había explicado antes de los comicios Gómez-Reino, que, pillín, obvió el detalle de renunciar a su escaño en el Congreso de los Diputados, donde se sentaba desde 2016.
Lo normal es que, en efecto, su tiempo hubiese terminado después de liderar una fuerza política incapaz de rescatar ni uno sólo de los 14 escaños que había obtenido En Marea cuatro años antes (y más entre el derrumbe de los restos de una agrupación que obtuvo tres veces menos votos que el Partido Animalista y bajó la persiana tres meses después). Pero Gómez-Reino rehusó hacer política extraparlamentaria y liderar el movimiento podemita en Galicia, el mismo para el que se había postulado y derrotado a la contestataria Carolina Bescansa.
Gómez-Reino procede de familia de rancio abolengo, pero también anduvo avispado para poner en su ficha personal del Congreso de los Diputados que él, como la xente do común, también fue trabajador precario (no indica cuanto tiempo), un probo mozo de almacén y repartidor de publicidad. Experiencias que en definitiva le dieron pedigrí porque estamos ante uno de esos políticos que aseguran que se entregan para cambiar la vida de la gente.
En realidad la política cambió la suya. Y el as en la manga de la Carrera de San Jerónimo le hizo olvidar rápidamente lo que se cuece tras el telón de grelos. «Quiero centrar todos mis esfuerzos en cambiar y tratar de gobernar este país (Galicia)», explicó durante aquella campaña electoral del verano pasado, un tiempo que ahora parece tan lejano. «Eu asumo os resultados en primeira persoa», explicó en la noche electoral. Y volvió a Madrid unas semanas después de reprochar a Feijóo que utilizaba Galicia como trampolín para llegar a la capital.
El foro madrileño es un buen escenario para un tipo cosmopolita que en los últimos meses ejerció de observador en las elecciones en Ecuador, encabezó reivindicaciones sobre el Sahara que contravienen la línea del Gobierno que integra su propio partido, trató de meter baza en el conflicto entre Armenia y Azerbaiyán y se alineó con el independentismo para no condenar la represión en Bielorrusia.
Tampoco era el primer flirteo de Gómez-Reino con cierto mundillo. En su día fue uno de los firmantes de un comunicado de apoyo a De Juana Chaos en el que se pedía la excarcelación del preso etarra, condenado por la Justicia a 3.000 años de prisión por cometer 25 asesinatos. Para Gómez-Reino, o al menos para su firma, se trata de «un preso político».
La política exterior ocupa ahora buena parte de los desvelos del parlamentario de Podemos, que juega a estadista. El giro es radical para un tipo que hace un año se preparaba para hacer política pola banda de Laiño e pola banda de Lestrove, pero es que Gómez-Reino (Tone, para los iniciados) es vicepresidente de la Comisión de Asuntos Exteriores en el Congreso de los Diputados. Así que allá que se fue para el Perú a asistir a la toma de posesión de Pedro Castillo como presidente y anunciar a través de un vídeo reporteril la llegada de «un nuevo tiempo de redistribución de la riqueza».
Gómez-Reino estuvo en el gran día de Castillo, que en su puesta de largo aprovechó la presencia del Rey de España para afear la presencia de la Corona de Castilla en aquellas tierras y anunciar que, al contrario que sus predecesores, no vivirá en el palacio gubernamental que mandó construir Pizarro. Gómez-Reino presenció eufórico el episodio. «Le damos nuestro cariño y soporte a las compañeras y compañeros que van a construir un nuevo Perú», explicó antes de dar a su apoyo a las «transformaciones» en América Latina, a la que calificó como «patria grande» apenas cinco días después de promover la celebración del Día da Matria Galega.