El fallecimiento de Ricardo Bofill ayuda a evocar uno de los episodios que más debate y controversia suscitó en A Coruña, el proyecto que el arquitecto catalán presentó para transformar la fachada marítima de la ciudad. Fue un encargo del ayuntamiento herculino al final del primer mandato de Francisco Vázquez, una propuesta que se difundió entre gran pompa en una ciudad optimista que se movía con un eslogan entusiasta: “A Coruña despega”. Con Bofill se quería abrir un nuevo tiempo, el de la ciudad del año 2000. El proyecto se consideró fallido, pero si se mira al detalle es posible observar el planteamiento de diversas ideas que ahora disfrutamos. Vázquez, por ejemplo, siempre ha considerado el trabajo de Bofill como el germen del Paseo Marítimo, una obra que el alcalde calificaba como “el sueño de un niño de Cuatro Caminos que iba al Parrote a tirar piedras al mar”. Los críticos sostienen que todo fue un costoso paripé por el que el arquitecto facturó más de cien millones de pesetas.
El planteamiento de Bofill sorprendió porque sobre la maqueta planteaba una transformación urbanística pródiga en elementos helenísticos y mediterráneos. La crítica fue feroz. Ya el día de la inauguración de la muestra que exponía el proyecto en el Kiosko Alfonso hubo fuertes protestas. Un estudiante de la Escuela Superior de Arquitectura, que demandaban un concurso de ideas, se desnudó ante el vicepresidente del Gobierno, Alfonso Guerra, que se había desplazado hasta A Coruña junto al ministro de Obras Públicas, Javier Sáenz de Cosculluela. “Guerra, no confíes en Bofill, que os engaña!”, gritó el joven.
Bofill explicó en una acto celebrado en el Teatro Colón su visión de lo que debería ser A Coruña. “El puerto debe de ser el centro de gravedad de la ciudad, creando inversión y riqueza en esa zona y estimulando la actividad comercial y turística durante todo el año mediante edificaciones preparadas para hacer frente a las inclemencias del tiempo”, diagnosticaba. Ahí comenzaron los problemas porque planteaba una especie de ágora de aguas quietas en una dársena con suelo de enlosado de granito en el que además se levantarían una especie de templos griegos y se rodearía de pórticos que acogerían espacios comerciales. Un edificio de veinte pisos, que podría albergar oficinas o un hotel, y dos obeliscos ambos lados de lo que era el puerto pesquero completaban el escenario. El muelle pesquero y deportivo se desplazaba hacia el entorno del Hotel Finisterre, que desaparecería en beneficio de un anfiteatro diáfano. Se sugería además la construcción de un aquarium en la zona. El ejercicio estético generó un gran susto en una ciudad atlántica.
Pero Bofill planteaba la recuperación de las viejas murallas de la ciudad en la Maestranza, la construcción de un paseo-boulevard que conectase el Hospital Militar con la playa de Riazor. Un gran bosque sustituiría a los edificios militares como el que ahora alberga el Rectorado y se sugería la remodelación de la parte trasera del cementerio y del Club del Mar y la construcción de un parque celta en las inmediaciones de la Torre de Hércules. Otro tipo de actuaciones en Monte Alto planteaba la demolición de decenas de edificios, detalle que generó más oleadas de críticas.
Un aparcamiento en el subsuelo de la dársena se conectaría con el de María Pita. No habría circulación de vehículos en la superficie. Bofill aconsejaba además que en la zona del Matadero y Zalaeta se crease un gran espacio ajardinado que complementase a las playas, un pulmón verde con infraestructura para atender al sector turístico que se llevaría por delante el edificio de la Cruz Roja o el colegio Salesianos.
“Los proyectos de Bofill son objeto de análisis en los países más avanzados y en las mejores escuelas de urbanismo del mundo”, defendió el alcalde Vázquez ante las críticas. Con todo, lo que se presentó fueron ideas, planos y maquetas, pero no un presupuesto de ejecución. Vázquez aseguraba que no iba a suponer un desembolso para el ayuntamiento sino que se costearía mediante convenios con ministerios o la Junta de Obras del Puerto. “Mi gran objetivo es que este proyecto tenga una importancia histórica, que sea la actuación escaparate de todas las actuaciones del Estado español de cara a 1992 y figure con la conmemoración del Quinto Centenario del Descubrimiento de América o los Juegos Olímpicos”, se animó incluso a glosar el alcalde coruñés. En realidad, el propio Alfonso Guerra se manifestó en esa línea y lo vinculó al encauzamiento del Turia en Valencia o la remodelación del Paseo de la Castellana madrileño.
Al coruñés medio todas esas comparaciones suenan a música celestial. Pero lo que planteaba Bofill era demasiado audaz y, sobre todo, desubicado. “Debe haber debate y polémica. Una ciudad viva tiene que dialogar y lograr un acuerdo común. El proyecto es muy abierto y permite tomar muchas alternativas”, explicó Guerra antes de dejar la ciudad. “Presentamos un anteproyecto para que se aporten ideas y se critique”, incidió el propio Bofill en su alocución en el Teatro Colón. El arquitecto habló de respetar la historia de la ciudad, pero no fueron pocos quienes no veían sentido a la proliferación de elementos helenísticos en un entorno atlántico. Bofill sostenía que sus propuestas para la dársena eran “claras, factibles y nada utópicas” y se abrió a sugerencias y modificaciones.
En los dos primeros días de la muestra más de 10.000 coruñeses pasaron por el Kiosko Alfonso para ver de cerca planos y maquetas. En una semana fueron 40.000. Pero para entonces una carta de Carlos Martínez-Barbeito, dirigida al alcalde y publicada en La Voz de Galicia, ya marcaba distancias. El profesor e intelectual la encabezó con elogios a Vázquez –“este modesto coruñés que firma ha elogiado sin reservas tus iniciativas siempre que lo merecían, que es casi siempre”, explicaba-, pero en ella mostró su discrepancia frontal al proyecto de Bofill. “No ha de cegarnos el brillo del prestigio internacional del autor que, como de seguro sabes mejor que yo, también es discutido y hasta negado y no por ignorantes”.
Martínez-Barbeito aprobaba la construcción de un paseo marítimo, pero advertía de que lo que define la esencia de una ciudad es el carácter. “El carácter se revela en la fisonomía”, sostenía. Y pedía que no se renunciase a ello. “¿Cómo podemos asistir impávidos al intento de llevar a cabo una tremenda desfiguración del lugar más entrañable y representativo de nuestra ciudad, que es su corazón mismo, es decir, la Marina?”. Para Martínez-Barbeito el diseño de Bofill era una parodia de la acrópolis de Atenas en el siglo de Pericles. “Me parece inconcebible que la desnuda pureza de líneas y el vibrante juego de luces de nuestras galerías puedan ser innecesariamente, absurdamente enmarcados por templetes y frontones repetidos hasta el empalago y enriquecidos (?) por el delicado toque egipcio de los obeliscos y por la sorprendente presencia de un pequeño rascacielos a la neoyorquina”, deslizaba.
En realidad la opinión del por muchos considerado gran cronista de la ciudad era mayoritaria. El clasicismo propuesto por Bofill era un pastiche extravagante. “¿Seremos tan desarraigados”, se preguntaba Martínez-Barbeito, que concluía: “Ortopedias, no”.
La Escuela de Arquitectura, donde los estudiantes empezaron a recoger firmas contra el proyecto, y el Colegio de Arquitectos tomaron también la bandera de la crítica. En veinte días, más de 120.000 personas pasaron por el Kiosko Alfonso y cuando el 6 de enero se cerró la muestra las discrepancias ya eran mayoritarias. La Asociación de Vecinos de Atocha-Monte Alto manifestó la inquietud que había en el barrio porque Bofill planteaba el derribo de unas 1.500 viviendas y de varios equipamientos escolares. Vázquez se apresuró a desmentir ese extremo y a valorar la importancia del debate.
José González-Cebrián, profesor en la Escuela de Arquitectura, arquitecto municipal que dirigió el primer Plan General en la Transición centró el tiro, aludió a soluciones “delirantes” y valoró como lo único rescatable la idea, ya plasmada en varios planes urbanísticos, de construir un paseo de circunvalación litoral, rescatar el suelo militar para zona verde y equipamientos y ejecutar un parque en la zona de la Torre. Todo con un proyecto que no fuese ajeno a la realidad cultural e histórica de la ciudad.
Al final, aquella Coruña que dibujó Bofill no fue más allá de una maqueta, pero su proyecto sirvió como aldabonazo para el debate y, sostiene Francisco Vázquez, como punto de partida para que el Gobierno tomase conciencia sobre la inquietud de la ciudad por construir el paseo marítimo que hoy es una realidad. Años después Bofill regresó al lugar del crimen. Un proyecto que llevaba su firma en colaboración con César Portela ganó el concurso para construir el Palacio de Congresos en el puerto coruñés.